OMG! Entrenado para no llorar

Entrenado para no llorar

☕️🥺🥃

Por Carlos Rippol

Escucho en el comedor varias carcajadas. Ja, ja, ja. Mis hermanos y yo nos hemos reunido en casa de mi madre. La estamos pasando bien. Yo me he alejado un poco, hacia la cocina, a atender una llamada. Cuando regreso a la mesa todos están callados. Mi esposa, mi hija y mis dos hermanos tienen los ojos clavados en mi mamá, que habla muy bajito y de repente comienza a sollozar. Pero ese sollozo dura apenas unos segundos. Cuando mi hija se dispone a abrazarla, de inmediato se recompone y nos ofrece el postre.

Hay quienes se regodean en abrir las compuertas del llanto. El llanto es liberación, un potente desahogo. Y lo lloran todo. La felicidad, la tristeza, la memoria, el amor, el odio o el insomnio. Y nunca les faltan kleenex o pañuelos. Por el contrario, en mi familia llorar es un signo de debilidad imperdonable. Fuimos entrenados para no llorar, para limpiarnos las primeras lágrimas, levantar la cabeza y seguir adelante. Así que cuando mis hermanos y yo vimos a mi madre sollozar, simplemente callamos, nos quedamos quietos y esperamos a que siguiera el protocolo: secarse las primeras lágrimas, levantar la cabeza y seguir adelante. Recuerdo cómo de niños buleábamos a quien de entre los tres pretendiera un desacato a la sagrada ley de “no llorarás, serás de piedra”. Sólo estaba permitido si te rompías un hueso, temblaba fuerte o te raspabas hasta sangrar.  

Entrenado para no llorar
Julian Pinilla

La obediencia a esta sagrada ley me ha acarreado serias afectaciones estomacales. Me guardo todo. Seguramente también me ha sido útil, aunque no sepa bien para qué. Quizá por ello algunos consideran que una de mis “grandes cualidades”, dicen, es la resiliencia. 

Amo a mi hija con toda mi alma. Y a veces creo que ella no lo ve. ¿He fracasado en hacérselo sentir? No lo sé. Bueno, sí lo sé. Como aprendí de mi madre y de mi abuela, he tratado de decirle que la amo con la elocuencia de los hechos, he tratado de demostrárselo. Aunque evidentemente eso no es suficiente. O en todo caso, ambos hemos fracasado en hacer sentir al otro su amor. Porque en lo fría ella se parece a mí. 

Algunos psicólogos piensan que no deberíamos avergonzarnos de aquellas conductas que nos han servido en la vida para sobrevivir, como aguantarse el llanto, por ejemplo. Gracias a ellas seguimos de pie en la vida. Sólo cuando esas conductas ya sólo nos sirven para crearnos conflictos con el mundo y con quienes nos rodean, entonces es hora de hacer algo. Mi resistencia al llanto ha cabalgado fielmente con el sarcasmo y con mi evitación al contacto emocional, claro, donde está el mayor riesgo de vaciar las lágrimas. Quiero pensar que eso me salvó de mucho dolor y sufrimiento. Quiero convencerme de ello. Pero esa “gran cualidad” ahora me aleja de la gente que quiero, pone una barrera que me lastima. Es hora de hacer algo.

Quizá también pasa que con los años, a mis cuarenta y pocos, me he vuelto más sentimental. Cuando te haces viejo necesitas más muestras de afecto. Antes no me pasaba. Me parecía banal, convencional, hasta ridículo. Hoy empiezo a entender todo el significado que tienen un abrazo, una palabra, un beso. Su poder, el efecto que tienen sobre las personas es inmenso. Y también comienzo a darme permiso de llorar, de ser vulnerable, de romper la sagrada ley familiar, de no seguir más el protocolo. Me doy permiso de llorarlo todo, y llorarlo bien.

 

OMG! Aflicciones de un fisgón con insomnio.

Carlos Rippol

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Aflicciones de un fisgón con insomnio

Por Carlos Rippol

En la acera de enfrente hay un hombre. No alcanzo a distinguir si es joven o viejo. Hay poca luz en donde está parado. Lo miro desde la ventana de mi apartamento, en el primer piso de un edificio en el centro de la ciudad. Son la 1:30 am. Inicia noviembre de 2020, el año de la pandemia, y el frío ya está aquí. No hay nadie más en la calle. Sólo el hombre que está ahí enfrente. ¿Qué hace ahí, a esta hora? Parece que se esconde. La fachada que está detrás de él pertenece a un hotel que ha permanecido cerrado desde que inició el confinamiento, hace ocho meses. Quizá ya no vuelva a abrir, como muchos negocios del barrio, que ya no abrieron. De repente el hombre camina unos pasos a su izquierda y levanta la vista. Luego da unos pasos a su derecha. Efectivamente, se esconde. Delante tiene tres macetones con arbustos que logran ocultarlo. Detrás tiene un enorme letrero que dice “Hotel Garage”. De repente se agacha y se pone en cuclillas. Comienza a palpar desesperadamente el piso con ambas manos, como si buscara tocar algo que se le perdió y no puede ver. Quizá un billete. Sigue a gran velocidad palpando el piso con las manos pero sin dejar de mirar hacia los lados. Busca dinero o estará buscando una bacha de mariguana. Según un vecino del edificio, al que apodamos “fisgón morbosón”, los cholos que viven en el barrio se dejan las bachas de yerba en los macetones de enfrente. Eso es solidaridad. “Coac, coac, coac”, se escucha de pronto esa sirena sorda que ahora acostumbran sonar algunas patrullas dizque para hacer notar su presencia. Y el chico se esconde rápidamente detrás de un macetón, y ahora lo puedo ver, sí, que es un chico, porque ha pasado bajo un rayo de luz del farol mientras se escondía de la patrulla. Es un chico que vive en la calle. Un chico como de quince, con las ropas sucias, con el cabello largo y sucio, y seguro conoce el rumor de las bachas y anda buscando una. Y como siempre me pasa, hubiera preferido no ver, no saber, pues ahora siento pena por él, y tristeza. Con tanto frío, con esos policías hideputa que nomás sirven pa joder. Y ni una puta bacha encuentra para que pueda olvidarse de todo. “Ese niño no debería estar ahí vendiendo dulces, sino en su casa, haciendo su tarea con un vaso de leche y galletas”, dice mi esposa cada vez que ve un niño trabajando en la calle. Y eso mismo pienso mientras me voy a dormir. Ese chico no debería estar ahí en la calle buscando qué fumar. O debería estar fumándose un porro pero en su casa, mientras ve netflix o escucha música. Pero el mundo es lo que es.