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Aflicciones de un fisgón con insomnio
Por Carlos Rippol
En la acera de enfrente hay un hombre. No alcanzo a distinguir si es joven o viejo. Hay poca luz en donde está parado. Lo miro desde la ventana de mi apartamento, en el primer piso de un edificio en el centro de la ciudad. Son la 1:30 am. Inicia noviembre de 2020, el año de la pandemia, y el frío ya está aquí. No hay nadie más en la calle. Sólo el hombre que está ahí enfrente. ¿Qué hace ahí, a esta hora? Parece que se esconde. La fachada que está detrás de él pertenece a un hotel que ha permanecido cerrado desde que inició el confinamiento, hace ocho meses. Quizá ya no vuelva a abrir, como muchos negocios del barrio, que ya no abrieron. De repente el hombre camina unos pasos a su izquierda y levanta la vista. Luego da unos pasos a su derecha. Efectivamente, se esconde. Delante tiene tres macetones con arbustos que logran ocultarlo. Detrás tiene un enorme letrero que dice “Hotel Garage”. De repente se agacha y se pone en cuclillas. Comienza a palpar desesperadamente el piso con ambas manos, como si buscara tocar algo que se le perdió y no puede ver. Quizá un billete. Sigue a gran velocidad palpando el piso con las manos pero sin dejar de mirar hacia los lados. Busca dinero o estará buscando una bacha de mariguana. Según un vecino del edificio, al que apodamos “fisgón morbosón”, los cholos que viven en el barrio se dejan las bachas de yerba en los macetones de enfrente. Eso es solidaridad. “Coac, coac, coac”, se escucha de pronto esa sirena sorda que ahora acostumbran sonar algunas patrullas dizque para hacer notar su presencia. Y el chico se esconde rápidamente detrás de un macetón, y ahora lo puedo ver, sí, que es un chico, porque ha pasado bajo un rayo de luz del farol mientras se escondía de la patrulla. Es un chico que vive en la calle. Un chico como de quince, con las ropas sucias, con el cabello largo y sucio, y seguro conoce el rumor de las bachas y anda buscando una. Y como siempre me pasa, hubiera preferido no ver, no saber, pues ahora siento pena por él, y tristeza. Con tanto frío, con esos policías hideputa que nomás sirven pa joder. Y ni una puta bacha encuentra para que pueda olvidarse de todo. “Ese niño no debería estar ahí vendiendo dulces, sino en su casa, haciendo su tarea con un vaso de leche y galletas”, dice mi esposa cada vez que ve un niño trabajando en la calle. Y eso mismo pienso mientras me voy a dormir. Ese chico no debería estar ahí en la calle buscando qué fumar. O debería estar fumándose un porro pero en su casa, mientras ve netflix o escucha música. Pero el mundo es lo que es.