☕️🐶🦮
Por Carlos Rippol [email protected]
A Pekas le permito cosas que un estricto entrenador de perros reprobaría: lo dejo subir a mi cama, que muerda mis calcetines y que se eche en mis piernas cuando me acomodo en el sillón. Disciplinarlo siempre ha sido un problema para mí. Aún siento culpa – entristezco- cuando tengo que gritarle para que me haga caso. Pero en general soy un dueño barco, o un consentidor, según como se mire. Dicen que para disfrutar de un perro no hay que tratar de volverlo humano, sino que uno debe abrirse a la posibilidad de ser más animal.
Cuando salimos de paseo Pekas atrae las miradas sobre nosotros. Es un maltés muy bonito y simpático que se deja querer. Rara vez rechaza una caricia o teme a alguna mano que se le acerque. Cuando lo adoptamos era una bolita de pelos café con leche, después de dos años cambió a blanco. Más de una vez me han ofrecido dinero por él. Un día un tipo quiso robárselo. La mayor parte del tiempo es un amor, una chulada de perro, un corderito de dios. Hasta su postura de ataque causa sensación: se para en dos patas como si se pusiera en guardia, como si fuera a boxear. Le funciona con los perros más grandes que él. No saben que hacer y mejor se van.
Sólo hay dos cosas que lo sacan de quicio: las patinetas, de las que es un incansable perseguidor, y la Jerga, un perro afgano blanco tres veces más grande que él que vive cerca de nuestra casa. Un día, aún cachorro, Pekas se le acercó amistoso, saltarín, feliz como es él, y la Jerga, bravucón y soberbio, le soltó tremendos ladridos. Mi pequeño maltés se quedó temblando. Desde entonces, cada vez que topamos con la Jerga (ese nombre le pusimos), Pekas tiembla de rabia.
Cada que lo ve bufa, enseña los colmillos y ladra furioso. No puedo controlarlo, nadie puede cuando se pone así. Es tal su ofuscación que hasta muerde. A mi esposa ya le tocó un rasguño de dientes. Imposible creer que ese pequeño peludo que da abrazos viva semejante delirio. Pero sólo le pasa cuando ve a su archienemigo. Siempre temí el día en que Pekas y la Jerga se encontraran en la plaza donde ambos pasean libres.
Ocurrió una mañana de domingo. Pekas estaba a unos veinte metros de mí, correteaba a los pájaros, olfateaba el suelo, se movía de un lado a otro dando saltitos. Sólo él y yo en medio de la plaza, trecientos metros cuadrados para corretear, brincar, saltar. De repente fap, fap, fap sonaron unas pisadas sobre el pavimento detrás de mí. Volteé hacia mi izquierda pero la Jerga pasó por el otro lado a gran velocidad. Vi su melena blanca de reojo. Se detuvo frente a Pekas. Fue una sorpresa para ambos. Creo que la Jerga no lo había reconocido. Luego lo hizo.
Se miraron uno a otro a los ojos, sin quitarse la vista ni un instante, y después pasaron la lengua por los dientes. En seguida, despacito, comenzaron a dar vueltas, mirándose todo el tiempo de frente. Quise gritar “Pekas, ven aquí”, pero no me atreví. ¿Y si lo altero? ¿Si lo asusto y se le va encima? Era evidente que la Jerga podía lastimarlo. Es tres veces más grande y fuerte. El dueño del afgano blanco, que siempre ha sido indiferente a ese conflicto, sonreía.
Pekas y la Jerga seguían mirándose de frente. Se movían muy despacio. Entonces, más tranquilos, se olieron el trasero, y unos momentos después cada uno corrió con su dueño, así sin más, sin ladridos ni gestos. Ambos fueron velozmente sujetados con sus correas. Me di la vuelta y me dirigí a casa todavía muy nervioso. Había imaginado a Pekas lleno de sangre, su pelo lleno de manchas rojas y yo corriendo al veterinario.
En fin, que lo que temía, pasó, y afortunadamente no cómo lo imaginé. Espero que lo más feo que tenga que contar de mi pequeño maltés sea cómo se apropió de uno de los sillones de la sala, o cómo nos despierta religiosamente, día tras día, para exigirnos su paseo mañanero. Lo quiero mucho y él a mí. Cada que me abraza retumba en mi cabeza aquella frase de “el perro es el único ser que te quiere más que tú mismo”.