Por Carlos Rippol [email protected]
Creemos, cada noche, al acostarnos, que el día siguiente llegará como el de hoy. Que al abrir los ojos, en ese nuevo día, veremos de nuevo el mismo sol entrar por la ventana y que alguien más nos dará los buenos días. Que nos daremos una ducha y nos pondremos la ropa y los zapatos. Que volveremos a servirnos una buena taza de humeante café y un buen desayuno mientras leemos las noticias, las buenas y malas noticias. Que saldremos a la calle o nos quedaremos en casa a perseguir la chuleta (o el queso de puerco, dicen algunos).
Creemos que cuando esto pase volveremos a ver a nuestros amigos y a salir con ellos. Que apenas podamos, realizaremos ese viaje pospuesto, esa aventura en espera. Que compraremos nuevos libros en las ferias para ponerlos en la cola de los libros por leer. Que volveremos a los bares, al cine, a la playa, a bailar la rumba. Que nos emborracharemos otra vez en la cantina, en el estadio, en esas comilonas con la familia.
Creemos que volveremos a desandar nuestros pasos lujuriosos a esos cuartos de hotel donde hemos sido felices. Que volveremos a abrazar y ser abrazados, a besar y ser besados. Que cocinaremos para alguien y que nos cocinarán.
Lo creemos todo, en la noche, antes de acostarnos. Lo damos por seguro sin saber, y parece que esa es, más que nunca, la única manera de poder vivir, de no ser devorados por el miedo. ¡Porque desde donde sea y como sea, tendremos que volver!