Café Cargado

OMG! “El supremacista del metro”

Café Cargado

☕️🚇🤛

 

Por Carlos Rippol     [email protected]

¡Aquí no hay paso”, rugió con un odio que me puso los pelos de punta. El tipo era tan alto que el techo del vagón le hacía inclinar ligeramente la cabeza. Vestía un overol negro que le cubría los brazos. Nos miraba a través de sus lentes oscuros. No podíamos verle a los ojos. Era de tez muy blanca, casi albino, con el pelo muy rubio y largo. Sus lentes de sol le cubrían la mitad del rostro. Llevaba una gorra con visera y botas militares, también negras. Su atuendo oscuro exageraba la blancura de su piel, pero lo que más me impactó era que su overol estaba tapizado de suásticas rojas, el símbolo nazi, muchas suásticas rojas.

Éramos cuatro y estábamos entre las tres paredes del último vagón del tren y un gigante albino. Detrás de mí había una pareja de novios y a mi lado un muchacho muy delgado. El tren llevaba diez minutos parado dentro del túnel. Todo se desató cuando el muchacho intentó pasar hacia el otro lado del vagón por detrás del gigante albino. Fue cuando éste gritó que no había paso. Yo ni siquiera había notado al tipo, pues venía absorto en mi teléfono celular. Pasaban de las once de la noche, por eso el tren iba casi vacío.

dan roizer unsplash
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El muchacho delgado intentó cruzar de nuevo hacia el otro lado del vagón en un movimiento rápido, pero el albino reaccionó tirándole un puñetazo en la cara que lo mando al piso. Los demás nos quedamos congelados en nuestro sitio mientras el gigante flexionaba sus piernas y ponía sus puños en guardia, como esperando un ataque de nuestra parte. 

Temí que el tipo desenfundara una pistola y nos masacrara a balazos. La sangre se me subió a la cabeza y mi boca estaba seca. En eso, el tren reanudó su marcha y el chico delgado se levantó del suelo. La nariz le chorreaba sangre. Creo que a los cuatro nos quedó muy claro lo que iba a pasar.

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Nos pusimos en guardia también, atentos a cualquier movimiento del gigante. La chica sacó algo de su mochila y después la tiró a un lado. Eran dos enormes agujas de tejido que empuñó como si tuviera dos grandes cuchillos listos para clavar. Al verla se me ocurrió sacar las llaves de mi casa: tenía una de esas largas que terminan en punta. La empuñé con rabia.

“Déjese venir, compa”, gritó el novio de la chica. El tren llegó por fin a la estación, que estaba desolada, sin nadie a quien pedir ayuda. El pensar que venderíamos cara nuestra muerte, si así tenía que ser, me dio ánimos y coraje.

Yo creo que el albino nunca se esperó esa reacción de nuestra parte y menos de la chica, de quien parecía cuidarse más. El tren se detuvo, abrió sus puertas y fue entonces que el gigante dio un salto hacia afuera antes de que se volvieran a cerrar y el tren arrancara rumbo a la siguiente estación. ¡Uff!

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